No hay derecho a pregonar ciertas verdades. Uno
se pasa años sosteniendo, a duras penas, un equilibrio diplomático con su voz
interior. Hay una vigilancia constante, tensa y eterna, precio a pagar por seguir
viviendo con algún tipo de motivación, por mantener a raya los pensamientos más
corrosivos. No es que los neguemos, simplemente los exiliamos en las neuronas
más lejanas de nuestra galaxia psíquica. Pero ese basurero mental se desborda
como una mancha de petróleo, dejando la consciencia negra y untuosa, cuando
alguien, con voz firme y cruel, te lo dice:
-Todo es inútil.
Realmente, no hay derecho a pregonar semejantes
verdades.
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