El hombre sensible
es una abominación, un monstruo del laboratorio evolutivo. Deberíamos
suicidarnos todos, nosotros hombres sensibles, y dejar que la naturaleza
siga construyendo sus toscos y efectivos ejemplares de ser humano: los
promedios, los aptos para la supervivencia, ni buenos ni malos, ni crueles ni
piadosos, ni estúpidos ni inteligentes (aunque generalmente tiendan a lo
primero), sino simplemente aptos. Nosotros, los otros, somos
palos en la rueda de la naturaleza, somos anomalías desagradables, como un
chico de dos cabezas a quien no se lo sacrifica porque otro palo en la rueda
(la lástima) termina impidiéndolo.
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